La pluma
El primer día de
secundaria, recuerdo que los malestares me invadieron. Iban desde ascos, mareos,
dolor de cabeza y bochornos, pude experimentar lo que es estar embarazada. Me encontraba invadido de dudas y miedos. Es que entrar en
esta nueva etapa era perder la comodidad infantil. Todo cambio cuando se terminó el verano. Desde la rutina, hasta la compañía de tus
amigos. De mis manos se fue la reconfortante sensación de asistir a un lugar conocido.
Púber, inexperto,
temeroso y lleno de hormonas descontroladas.
Así empecé mi experiencia en secundaria.
De un profesor a siete. De tres o cuatro materias a diez. De recesos de media
hora a descansos de 20 minutos y horarios partidos. Todo tu mundo infantil
empieza a parecer absurdo. Tienes que ocultar tu cuaderno lleno de calcas de
los super campeones o dragon ball. De pronto la caricatura de moda ya no es relevante
para hacer amigos. Sientes como poco a poco el dedo gigante de los estereotipos
coloca la etiqueta sobre tu espalda:
ñoños, deportistas, músicos, aburridos, mensos, lambiscones, callados, raros.
Hay de todo y para todos.
Sobreviví el
primer día, pero solo pensaba que faltaban cuatro para el sábado. Vivía con achaques
mañaneros. Quería vomitar mi sándwich recién ingerido. Para ese entonces mi
padre era el encargado de darnos un aventón a mi hermano menor y a mí. Lo hacía
antes de ir a la empresa donde laboraba. Primero a él en la primaria. Deseaba aquel
destino, pero solo un pasajero descendía de aquella camioneta blanca y no era yo. Por mi mente pasó la
idea de hacer tan notorios los síntomas, para poder lograr en mi padre un sentimiento de compasión. Y así, en vez de
llevarme al instituto, me dejara en casa.
Al llegar a las puertas
de la entrada de la escuela secundaria. La cual algunos de mis compañeros de
cariño llamaban “Almoloyita”, debido a sus edificios que rodeaban la cancha de
fut bol de concreto que se encontraba en medio, que asemejaba los patios de una
prisión, eso decían ellos influenciados por las noticias en la tele que
mencionaban sobre el penal de “Almoloya”. Era mi última oportunidad de provocar
lástima.
“¿qué tienes?”
pregunta mi papá con cara de quien ve su
cachorro herido, creo que hasta sus ojos estaban cristalinos “me siento mal, me
duele la pansa” dije apunto del llanto. “¿te quieres ir a la casa? Pregunta mi
padre preocupado. Lo cual yo agarrando
con todas mis fuerzas mi abdomen contesto con “si”. Pensé. Mi plan funcionó. Ahorita
en vez de soportar al profesor de cívica, acomodo la antena de conejo y enciendo
el televisor. Acompañado de un cereal me aviento todas las caricaturas
vespertinas.
Mi padre en
silencio toma de la bolsa de su camisa azul con logo de la empresa lechera, una
pluma metálica. Me la acercó mientras me decía “ten, siempre hay que tener una
pluma, no sabes cuando la vas a necesitar…. Te la regalo “
Ese día falté a
la escuela. Incluso mi madre preocupada, me hizo hacer unos análisis, perdí mi
mañana planeada en esto. Obviamente las
pruebas salieron negativas en todos los males que mi madre pronosticó. Al día
siguiente en la mochila traía mi nueva pluma de adulto. Relacionaba las plumas
de mi padre como un objeto de poder, con ella firmaba cuando sacaba algo de una
tienda, o firmaba mis calificaciones, con solo poner su nombre en forma
abstracta él podía hacer casi cualquier cosa.
Mis síntomas de
embarazada desaparecieron poco a poco. Hoy para ser honesto no recuerdo donde está
la pluma metálica. Creo que ya no la necesito. Ya tengo mis propias plumas, pero lo que aún conservo
vigente es el tiempo que pasé con mi padre, a pesar de su excesivo trabajo. Me quedo con
las idas al estadio corona, los juegos uno a uno de basquetbol, o los días en
que después de que me entregaban las calificaciones, me llevaba por una nieve.
Creo que lo importante no es la pluma, sino la fuerza de la firma.
Juan Eusebio Valdez Villalobos
excelente!! me quedo con el creo que lo importante no es la pluma, sino la fuerza de la firma... gracias!!!
ResponderBorrarGracias por leer. Saludos
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