domingo, 17 de abril de 2016


La pluma


El primer día de secundaria, recuerdo que los malestares me invadieron. Iban desde ascos, mareos, dolor de cabeza y bochornos, pude experimentar lo que es estar embarazada. Me encontraba invadido de dudas y miedos. Es que entrar en esta nueva etapa era perder la comodidad infantil. Todo cambio cuando se terminó el verano.  Desde la rutina, hasta la compañía de tus amigos. De mis manos se fue la reconfortante sensación  de asistir a un lugar conocido.

Púber, inexperto, temeroso  y lleno de hormonas descontroladas. Así empecé  mi experiencia en secundaria. De un profesor a siete. De tres o cuatro materias a diez. De recesos de media hora a descansos de 20 minutos y horarios partidos. Todo tu mundo infantil empieza a parecer absurdo. Tienes que ocultar tu cuaderno lleno de calcas de los super campeones o dragon ball. De pronto la caricatura de moda ya no es relevante para hacer amigos. Sientes como poco a poco el dedo gigante de los estereotipos coloca la etiqueta  sobre tu espalda: ñoños, deportistas, músicos, aburridos, mensos, lambiscones, callados, raros. Hay de todo y para todos.

Sobreviví el primer día, pero solo pensaba que faltaban cuatro para el sábado. Vivía con achaques mañaneros. Quería vomitar mi sándwich recién ingerido. Para ese entonces mi padre era el encargado de darnos un aventón a mi hermano menor y a mí. Lo hacía antes de ir a la empresa donde laboraba. Primero a él en la primaria. Deseaba aquel destino, pero solo un pasajero descendía  de aquella camioneta blanca y no era yo. Por mi mente pasó la idea de hacer tan notorios los síntomas, para poder lograr en mi padre  un sentimiento de compasión. Y así, en vez de llevarme al instituto, me dejara en casa.  

Al llegar a las puertas de la entrada de la escuela secundaria. La cual algunos de mis compañeros de cariño llamaban “Almoloyita”, debido a sus edificios que rodeaban la cancha de fut bol de concreto que se encontraba en medio, que asemejaba los patios de una prisión, eso decían ellos influenciados por las noticias en la tele que mencionaban sobre el penal de “Almoloya”. Era mi última oportunidad de provocar lástima.

“¿qué tienes?” pregunta mi papá  con cara de quien ve su cachorro herido, creo que hasta sus ojos estaban cristalinos “me siento mal, me duele la pansa” dije apunto del llanto. “¿te quieres ir a la casa? Pregunta mi padre preocupado.  Lo cual yo agarrando con todas mis fuerzas mi abdomen contesto con “si”. Pensé. Mi plan funcionó. Ahorita en vez de soportar al profesor de cívica, acomodo la antena de conejo y enciendo el televisor. Acompañado de un cereal me aviento todas las caricaturas vespertinas.

Mi padre en silencio toma de la bolsa de su camisa azul con logo de la empresa lechera, una pluma metálica. Me la acercó mientras me decía “ten, siempre hay que tener una pluma, no sabes cuando la vas a necesitar…. Te la regalo “

Ese día falté a la escuela. Incluso mi madre preocupada, me hizo hacer unos análisis, perdí mi mañana planeada en esto.  Obviamente las pruebas salieron negativas en todos los males que mi madre pronosticó. Al día siguiente en la mochila traía mi nueva pluma de adulto. Relacionaba las plumas de mi padre como un objeto de poder, con ella firmaba cuando sacaba algo de una tienda, o firmaba mis calificaciones, con solo poner su nombre en forma abstracta él podía hacer casi cualquier cosa.

Mis síntomas de embarazada desaparecieron poco a poco. Hoy para ser honesto no recuerdo donde está la pluma metálica. Creo que ya no la necesito. Ya tengo  mis propias plumas, pero lo que aún conservo vigente es el tiempo que pasé con mi padre,  a pesar de su excesivo trabajo. Me quedo con las idas al estadio corona, los juegos uno a uno de basquetbol, o los días en que después de que me entregaban las calificaciones, me llevaba por una nieve. Creo que lo importante no es la pluma, sino la fuerza de la firma.

 Juan Eusebio Valdez Villalobos


3 comentarios:

  1. excelente!! me quedo con el creo que lo importante no es la pluma, sino la fuerza de la firma... gracias!!!

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