domingo, 26 de febrero de 2017

Hoy maté a mi padre.


Hoy mate a mi padre.
Por: Juan Eusebio Valdez Villalobos

¡Que muera el rey!  ¡Viva la Republica!  ¡Muerte al rey! ¡Viva el pueblo!

Hoy maté a mi padre con mis propias manos, Me miró y sonrió en el momento que mi espada atravesaba su pecho. Cerró sus ojos  y jamás los volvió a abrir. Al momento de parar su respiración, la mía comenzó a agitarse, a ir más rápido. Mis manos aun temblando debido a la intensidad del momento. Soltaron la espada. Lo supe, al fin. Mi reino. Mi libertad. Al matar a mi padre. Mo revolución terminó. Mi Independencia explotó.

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Mi madre trató de consolarme, de envolverme en sus brazos. Pude sentir su calor sin culpa. Pude darle un beso en la frente sin remordimientos. Arrodillada, se quedó ahí viendo como yo bajaba el balcón y me entregaba hacia la multitud. La cual eufórica me impedía el paso. Tire puñetazos y codazos a esa masa anónima. Ya no me importaba cargarlos. Entre rostros desconocidos ahí estaba ella. Solo quería tocar sus manos. Ver su piel color blanco. Quería crecer. Quería dejar mi propio legado. Historia que ya había comenzado incluso antes del asesinato.

Verla con los ojos cristalinos. Hicieron que mis piernas se convirtieran ramas de árboles movidas por el viento. Al tocarla sentí como la vida misma bailaba a mí alrededor. Pude ver al fin, mi tierra. Pude apreciar esa belleza que se encuentra en la fealdad que tanto tiempo contemple. Al fin mis piernas sucumbieron al viento, caí. Al tratar de incorporarme pude ver mi reflejo en un charco. Si llovía no lo recuerdo. Solo sé que al verme. Mis lágrimas brotaron. No había culpa. Había felicidad. Sentí el poder de mi nación. La energía de mi esencia brotaba por cada poro de mi piel.

La muerte como comienzo. La vida como el fin. Por años pensé que el objetivo de estar en la tierra era morir, que equivocado, no entendía, no quería ver. Siempre comparándome con mi padre, con ese ser perfecto e irrepetible. Ese ser que me alentó a no buscarlo. En muchas ocasiones furioso me gritó ¡Vive! Deja que yo viva y muera. Es por eso que sonrió al momento de que la espada que yo mismo fundí, se incrustaba en su piel y rompía sus huesos. Aun sonreía cuando la cuña alcanzó su corazón y este se hizo polvo como arcilla seca.


En la muerte, encontré el amor. El calor y la fuerza se introdujeron en mí ser. Tuve miedo de no poder controlar tantas sensaciones,  muchas veces recurrí a las drogas para dopar mi piel. Ante tantos mensajes del interior, el pasado y el futuro se fusionaron en mi ser dando vida al presente.

Decidir, caminar, dejar ser al otro. Al dejarlo ser, al fin pude amarlo. Amarlo con mis formas, con mis pasos. Dejar que entre y tome lo que necesite. Verlo, sentirlo, descifrarlo y adjudicarme lo que necesito. Un constante vaivén entre el mundo y yo. Donde no dejo de pertenecerme.

Ver a mi padre frente a la mesa, al fin lo pude ver sin su corona. “Hoy te maté padre”. Le dije. El solo sonrió y dijo: “Ya era hora, que pesado es ser una sombra”. Al salir del comedor, la vida no me parecía tan negra como antes. El futuro se veía alentador. El pasado se plasmaba como aprendizaje. Pude sentir como el sol se quedaba en mi piel.

Mi nombre es Edipo y hoy, soy Rey.

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